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sábado, 11 de septiembre de 2010

Ájkuit y el bolo del bus


Todo se devuelve, y con una cuarta de más…

La tarde-noche era calurosa, el cielo prometía lluvia. Ájkuit venía ajetreado, el día había sido un poco aturdidor y confuso: escuela, trabajo y sociedad. Caminó hacia la parada de buses. “¡Qué vergón, está temprano, voy a ir al gimnasio!” –se dijo a si mismo-. ¡Sí! ¡El bus que iba directo a su casa venía asomándose por la calle!…

El bus tenía un aspecto oscuro y vasto, típico de los buses salvadoreños. El busero arrancó nomás Ájkuit pagó. La inercia hizo que él entre corriera y caminara hasta los últimos asientos. Se sentó cerca de la salida porque él sentía que era más fácil bajarse cuando el bus se llenaba.

A la par de su asiento iba un hombre dormido (bien dormido). Su pelo era negro; estatura media; la piel morena y dañada de su cara demostraba el acné que sufrió en su pasada adolescencia; cuarentón casi cincuentón. Ájkuit lo observó buen rato, sin poder evitar reírse por el vaivén de su cabeza cada vez que el bus cruzaba. El hombre lucía muy sucio y sostenía una bolsita blanca con cajitas como de jarabe para la tos. “Puta, no ando la cámara para tomarle foto” –se lamentó-. No le quitó los ojos de encima, cada vez que el susodicho hacía una expresión graciosa Ájkuit se inquietaba más en sus adentros por no andar la cámara.

El tambaleo del bus dio a conocer que ya iba llegar a casa. Iba por La Luna, como le llamaban curiosamente a la calle principal de su colonia por el número de cárcavas que ésta tenía. Al llegar a la iglesia el bus dio un gran salto, el cual se sintió mucho más en la parte trasera; el hombre dormido saltó tanto que del golpe que se dio con el asiento se despertó. Ájkuit no dejaba de examinarlo, ya no por quererle tomar foto, sino por curiosidad y porque reírse de él le servía de catarsis después de un día tan estresado. El hombre se encontraba desorientado, volvía a todas partes, pero no sabía en qué mundo se encontraba…

Héctor, que era el nombre del hombre dormido, al ver que Ájkuit era el pasajero más cerca a él le hizo una seña…
- ¿Ah? – dijo Ájkuit con un poco de miedo-.
- ¿Dónde estamos? – le preguntó Héctor-.
- En la Quezaltepec.
- Juelagranputa, y eso ¿dónde es? –Héctor cambió su semblante adormitado por uno preocupado-.
- En Santa Tecla ¿Adónde quería ir usted?
- ¿Santa Tecla? ¿Yo? Mm… Yo vivo en Zaragoza. Sí, Zaragoza; camino pal Puerto.
- ¿Y adónde toma el bus para Zaragoza?
- Allá en el San Partín, no, no… en el parque San Martín.
- No señor, usted se ha pasado bastante. Tiene que bajarse e irse para el Centro, de ahí tomar un bus para Zaragoza.
- No, pero ¿dónde estoy? ¿estoy cerca del punto?... Mis hijos me estaban esperando… La cagué, mano

... Ájkuit no le pudo responder porque en ese momento los interrumpió una voz ronca: “No voy a subir hasta el tope, la calle está muy jodida” –anunció el busero a todos los pasajeros que iban hasta el fondo de la colonia-. Ájkuit era uno de ellos, se tuvo que bajar al igual que toda la gente. Héctor se paró inmediatamente después de él, estaba totalmente perdido y desorientado.

Ájkuit sintió el hedor a alcohol proveniente de Héctor y se dio cuenta que lo seguía mientras bajaba las gradas del bus, se puso nervioso; en ese país y en esos sagrados tiempos que un hombre desconocido y endrogado te siguiera no significaba nada más que algo malo… Bajó rápido las gradas y quiso empezar a caminar para dejar atrás a Héctor, pero no pudo. Algo le dijo que no debía hacerlo, le esperó a que bajara. El bus dio la vuelta y cada pasajero tomó su rumbo, menos ellos dos. Ájkuit miró a Héctor, las pupilas de éste estaban dilatadísimas, sudaba alcohol.

- En la esquina puede esperar el bus –le indicó señalando la esquina opuesta, Ájkuit sabía que en esa esquina no pasaba el pus para el San Martín, sólo quería deshacerse de Héctor-.
- No, pero ¿dónde estoy? ¿Santa Tecla? ¿estoy lejos del punto? ¿allí en la esquina? ¿para dónde?

La desesperación emanaba del lenguaje corporal de Héctor. Por la misma frustración que el desdichado bolo sentía se acercó demasiado a Ájkuit y éste reaccionó alejándose casi por instinto. El miedo se apoderó de él. Él hubiera jurado que Héctor estaba a punto de asaltarlo. Sin embargo, le miró y se compadeció de la triste imagen con olor a aguardiente. “Vale verga, éste me va a poner... Si me pone lo mando a la mierda.” –pensaba Ájkuit en esos segundos-.

- ¿Tiene dinero para irse? –le preguntó Ájkuit a Héctor-.
- Sí varón. Pisto tengo, creo… -Héctor revisó su bolsa y sacó unas moneditas de cinco centavos- Sí, sí tengo. Pero ¿dónde estoy?
- En la Quezaltepec. ¿Santa Tecla, la conoce? Mm… Sabe que, lo voy a ir a dejar a la parada, vamos… –dijo Ájkuit. Se había dado por vencido, su conciencia no le iba a permitir dejar abandonado al borracho, iba a llevarlo a la verdadera parada-.

El borracho miró con incertidumbre al muchacho… las piernas del joven temblaban, tenía miedo, sentía que se estaba entregando bañado en salsa al hocico del león, hasta llegó a pensar que Héctor era un secuestrador y era una trampa para secuestrarlo…

Empezaron a caminar. Ájkuit miraba de reojo a Héctor, cada vez que él se tocaba las bolsas o se acercaba demasiado a él, el corazón de éste palpitaba más fuerte porque pensaba que el bolo iba a sacar una pistola o algo así, y se alejaba lo más que podía de él, pero no tanto, para no demostrar su pavor (al menos así creía él).

- Mirá varón, yo te voy a decir la verdad, yo no soy bolo. –comentó Héctor a Ájkuit, como en disculpa, excusa-. Mi hija, me dice que ya no tome… Tenía que llegar temprano. Puta, la cagué man.
- ¿Está tomado?
- Sí, no te voy a mentir. Yo tomo, pero lo controlo. Sí, lo controlo.
- Ya no tome –era lo único que Ájkuit podía decirle a un alcohólico, en el interior él creía que por más que le dijera Héctor no dejaría de beber-. Piénselo, ¿vale la pena un rato de falsa alegría a comparación con lo que se perjudica usted?
- Yo sé. Si mis hijos me dicen “Papá, ya no tomés”. Tengo un hijo así como de tu edad, novio el hijueputa, pero es bueno… Puta la cagué, mi hija me pidió que estuviera temprano.
- Tranquilo, ya llegará.
- ¿Y vos dónde vivís?
- Ah, yo vivo lejos –mintió Ájkuit por precaución-. He venido a visitar a un familiar.
- Ah, pero… ¿tenés papá?
- No, él me ha defraudado.
- Yo también he defraudado a mis hijos. Yo soy una mierda con ellos, me piden y yo no les doy... Yo empecé con el vicio bien vicho. Las drogas, esas babosadas me han jodido: la coca, el guaro… el vicio…

Ájkuit escuchaba cada palabra que oía y la analizaba, al mismo tiempo que estaba pendiente que Héctor no tropezara y se disculpaba con la gente que éste golpeaba sin querer.

... En la esquina de la iglesia venía una pareja de viejitos con todo el tiempo del mundo. Ájkuit se detuvo para dejar pasar a Héctor primero. El pobre pensó que Héctor reaccionaría como un hombre sobrio, en cambio, Héctor se quedó parado enfrente de los ancianos mirándolos con una mirada entre penetrante y estúpida. La viejita se aferró al brazo de su esposo y se quedó inmóvil. Ájkuit no había detectado que con él a un lado de la acera y Héctor al otro estaban básicamente bloqueando el paso de la pareja, al ver esto el muchacho se apartó. “Disculpen” – les dijo Ájkuit muy apenado-.

… Quizás parezca demasiada exagerada la actitud de alarma que mantenía Ájkuit, pero la situación socio-política de violencia y crimen organizado que vivía su país hacía que la gente básicamente se orinara cuando dos hombres se ponían enfrente y les cerraban el paso...

Siguieron caminando como por dos metros más.
- Aquí dejame, aquí pasa el bus. ¿Ya estamos en el punto, verdad? –dijo Héctor mirando a todas partes, en ese momento Marte le era más familiar que ese lugar-.
- No, no. Lo voy a llevar a la parada. Falta todavía.
- ¿Y adónde vamos pues? –Héctor parecía frustrado, se sentía impotente-.
- Mire, allá al fondo está la parada. Lo voy a llevar para que agarre la noventa y siete (R97), de ahí se va a bajar en el Banco Izalqueño y va a irse recto hasta el parque. Se ubica en el parque, ¿verdad?
- Sí, allí sí me ubico. Pero la noventa y siete pasa por El Pino y ahí es peligroso.
- No, no se preocupe –rió Ájkuit-, usted va a llegar antes que la noventa y siete pase por El Pino.
- Pero yo me puedo ir solo al punto. Ya dejame –Héctor empujó a Ájkuit a un lado-.
- ¡No Señor! ¡No va para el punto! –el muchacho indignado levantó bastante el tono de la voz-. ¡Usted no va para el punto, usted va a agarrar la noventa y siete para bajarse cerca del parque y después abordar un bus para Zaragoza! ¿Ya?
- ¿Y por qué me estás haciendo esto? –gritó aún más con desesperación Héctor-. ¿Qué ganás? ¿Qué querés? ¿Por qué me ayudás?

De repente la realidad de la situación golpeó a Ájkuit, ¿por qué estaba ayudando a aquel desconocido? No lo sabía. Pasaron unos segundos que él sintió infinitos en silencio, después, de la nada, con una sonrisa, muy tranquilo, muy sereno respondió: “No sé. Usted lo necesita, vaya, sigamos caminando”.

Se cruzaron la calle y llegaron a la segunda y última cuadra de distancia entre ellos dos y la parada. No era mucha la distancia, no obstante, con el ritmo de caracol que llevaba Héctor era toda una odisea llegar hasta su destino. Recién empezaban dicha cuadra cuando Héctor empezó a revisarse la bolsa derecha sigilosamente. “A pues sí varón, ando pisto” –se sacó de la bolsa un dólar arrugado-. Ájkuit sintió que le quitaban un gran peso de encima, sinceramente, con las moneditas de cinco centavos que le había ensañado Héctor no hubiera pasado de Santa Tecla. Se siguió revisando la otra bolsa. ¡Tenía otro dólar!

- ¿Y por qué hacés esto pues? –preguntó Héctor- No te entiendo.
- Porque usted tiene que llegar a Zaragoza rápido.
- Tomá este dólar pues –se acercó al muchacho y le quiso meter el billete en la bolsa del pantalón-.
- ¡No! –gritó Ájkuit alejándose de Héctor-. Yo no lo estoy haciendo por dinero, ahora, guárdese el dólar… guárdeselo bien porque si lo pierde no se va a poder ir.
- ¿Y por qué estás haciendo esto pues? Mirá papito, tomá el dólar, es mejor así. Yo tengo más.
- ¿Sabe que? Mejor guárdelo para sus hijos. Ahora métaselo en la bolsa que se lo pueden quitar en el bus…

Héctor no tuvo más remedio que guardarse el dinero en la bolsa. Ya llevaban la mitad de la cuadra, faltaba poco… Para ese momento Ájkuit ya no pensaba que Héctor era un secuestrador ni nada por el estilo, sin embargo, mantenía una distancia como de un brazo con él porque el olor a alcohol del señor era insoportable.

… Una parte de la acera estaba levantada por las raíces de unos árboles. Héctor se tropezó en el desnivel, el muchacho alcanzó a detener su caída agarrándolo del pecho y la espalda. Las manos del borracho temblaban; estaba sudando mucho, la bolsita de medicinas que llevaba estaba empapada de sudor de sus manos, su corazón palpitaba a mil por hora. En ese momento Ájkuit comprendió que Héctor estaba mucho más asustado que él al principio. El estudiante le sintió mucha empatía.

Si algo le había enseñado su sociedad a Ájkuit era que quien manejaba y controlaba la información lo manejaba todo, y él era un creyente y practicante fervoroso de esa realidad. A él le encantaba saber y odiaba sentirse ignorante. “Este hombre se ha de sentir miserable, conducido a un lugar que ni siquiera conoce por un maje que bien podría ser un ladrón” –pensó Ájkuit cuando detuvo al endrogado -. “Mire señor, yo no soy malo, tenga confianza en mí y en Dios. Lo voy a llevar a la parada, de ahí se bajará cerca del Parque San Martín y después, como usted dice que conoce el Parque San Martín, va a tomar el bus para Zaragoza” –le dijo el muchacho a Héctor al mismo tiempo que le daba palmadas en el hombro para tranquilizarlo.

- ¿Por qué me…? -Héctor no pudo terminar la pregunta-. Sos bueno, hijo.
- No, lo hago porque todo se devuelve y con una cuarta más… ¿Mira aquella parada de buses que está allá?
- Sí.
- Bueno, esa es la parada, ya falta poco.

Siguieron su camino, Ájkuit saludó de lejos a una muchacha a quien siempre había encontrado atractiva. Faltaba muy poco ya… Sólo faltaba cruzarse la calle…

- Ya no tome. Se está fregando usted mismo. ¿Nunca ha ido a Alcohólicos Anónimos? – preguntó Ájkuit con esperanza que Héctor recapacitara tan siquiera-.
- Sí, varias veces he ido. Sí he ido. Pero este vicio me está hartando poco a poco. Muchas veces he dejado de tomar, pero no aguanto… Y mi hija me pidió que llegara temprano con las medicinas.
- Cuidado, nos vamos a cruzar la calle. Allá viene el bus. ¿Cómo le va a decir al motorista?
- Mm que me deje en el San Partín, no, en el San Martín.

Ya se habían cruzado la calle, Ájkuit le hizo parada al bus, ¡al fin había concluido con su empresa! …Pero la vida es misteriosa, divertida si te querés reír o triste si querés llorar. La noventa y siete no llevaba viaje, es decir, no estaba haciendo ningún recorrido. Héctor al ver que el bus no paró volvió su mirada asustada hacía el muchacho. Su mirada reflejaba un estado intermedio entre querer llorar e ira.

- Tranquilo, tranquilo –allá viene el otro, y de hecho como a unos quinientos metros venía la otra noventa y siete.
- Gracias, Dios te va a pagar todo.
- Sí, pero ya no tome, mire es en serio. Yo me imagino que es difícil, pero usted es fuerte, está joven, todavía puede dejar eso.
- Sí, papito, mi esposa, ella es bien devota, bien religiosa. Me dice que ya no tome que porqué tomo.
- ¿Es católica o evangélica?
- De nada. Mm… ella es devota de la vida. Ella ama a todos, y hasta a mí me ama. Ella siempre me dice “Héctor, ya no tomés, te vas a joder" Y mirame ahora.
- Debería de hacerle caso… Hay viene el bus. No se vaya a dormir otra vez, cuídese, ya no tome…

Todas las personas subieron al bus. Héctor dejó pasar primero a unas muchachas que también estaban en la parada. Ájkuit estaba muy incómodo, algo en sus adentros le decía que tenía que acompañar al hebreo hasta el parque, mas no lo hizo. No pudo hacerlo, dejar todo hasta allí parecía lo más seguro. “Mire don, aquí mi tío va tomado y no conoce mucho por acá. Hay le avisa cuando vaya por el Banco Izalqueño, porfa” –le gritó Ájkuit al motorista quien aceptó con todo gusto-. Héctor caminó hasta el último asiento…

El muchacho observó como el bus partía, ya no pudo ver al señor: los vidrios del bus eran polarizados. Ájkuit empezó a desencaminar lo caminado, rogando a los dioses del Olimpo que Héctor ya no tomara, o al menos llegara con bien a su casa.

El joven se cruzó la calle con toda tranquilidad, sabía que ya era muy tarde para ir al gimnasio.

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