Sus noches eran cada vez más largas (por su propio deseo, claro está). Las noches se hacían más largas a razón de los libros que Él leía. Siempre leyó. No le importaba dormirse a las tres de la madrugada y levantarse a las seis siempre y cuando tuviera algo que leer. En esas interminables noches: devoró libros, revistas, periódicos y hasta reportajes científicos.
Sin embargo, también tenía otro vicio: la masturbación. Adoraba tocarse. Se masturbaba siempre que tenía tiempo. Sino estaba leyendo estaba masturbándose (o pensando en ello). Se masturbó leyendo las efímeras y cortísimas (indispensables y sazonadoras) historias de las parejas que aparecen en el Quijote, se masturbó con las violaciones de Jurema, se masturbó leyendo sobre el pecado original en el Génesis, se masturbó leyendo Jaraguá.
No es que Él no tratara de "conseguir" mujeres de verdad, es que entre lectura y pretender ir a la escuela no le quedaba tiempo para seducir; su apariencia desaliñada, huesuda y con unas ojeras que bien parecían cachetes tampoco le ayudaban.
De vez en cuando hacía un intento, no obstante, ningún par de senos (picaditas de zancudo) caían por sus poemas en prosa cervantina ni por sus bruscas narraciones con Él como príncipe y la susodicha como princesa. A ninguna muchacha le importaba eso, para ellas aquél no era nada más que un miembro bastante irregular en la lista de "sólo amigos".
Entonces, ¿qué más le quedaba a ese sedentario que masturbarse en las noches cuando leía sus vitales libros? Todas las veladas era lo mismo: la lámpara, el libro, el sedentario y el volcán de semen.
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Las noches eran cada vez más calurosas. Llovía a cántaros por ratos y después una ola de vapor envolvía a toda Santa Tecla. Por esa época salían las hormigas de alas que, seducidas por la luz artificial, atormentaban los techos de las casas. En una de esas colonias de hileras de cajas de fósforos mal llamadas casas existía una vivienda en donde a las seis de la tarde se apagaban las luces para evitar el ataque de aquellos tercos insectos, y así, en la penumbra de las noches estrelladas los dueños y el único hijo de éstos se dormían temprano (o aparentaban hacerlo).
Mas, había en aquella casa un cuarto que desobedecía la terminante orden de apagar las luces para que no entraran las hormigas. Era un cuarto de no más de cuatro por cuatro metros que huelía a semen y tenía promontorios de libros, papeles y revistas. En una mesita adentro de esa habitación estaba una lámpara para leer eléctrica antiquísima que se calentaba rápidamente y cuyo dueño no tocaba nunca cuando estaba encendida por temor a quemarse.
La lámpara pasaba encendida toda la noche, muchas veces hasta las tres de la mañana. Y las hormigas lo sabían. Por eso, éstas entraban volando antes que oscureciera al cuarto y se escondían entre los libros a esperar que el muchacho encendiera la lámpara para poder leer.
Todas las noches veían a aquél devorar libros y todas las noches también veían caer un fluido blanco en las páginas de los libros después de un periodo donde el responsable de encender la luz hacía pantomimas y una serie de pujidos.
Esos insectos se refugiaban en aquella cálida, amarilla y atrayente luz amarilla (la única de la casa), es por eso que cada vez el cuarto se iba llenando más y más de esas fotobuscadoras nocturnas, mas a Él eso no le importaba: sólo quería leer y masturbarse tranquilamente.
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Una de tantas noches Él se encontraba en plena sesión nocturna de diversión y las hormigas ya se habían situado en sus palcos para disfrutar el espectáculo de luz amarilla. Aquella noche el muchacho estaba acostado bastante cerca de la lámpara en ese momento caliente, había leído aproximadamente dos horas sobre una geisha en Japón y empezó a jugar con esa idea. ¡Qué rico sería estar con una geisha!. Se empezó a tocar. Acabó una vez y empezó a imaginarse con varias geishas al momento. ¡Ah, ah, ah!. Este auto acto sexual se encontraba en su pleno apogeo cuando de un gemido apartó el brazo y golpeó la lámpara incandescente y ésta calló directamente sobre los ojos de Él. Un disparo de semen. Un grito. Y se apagó la preciada luz amarilla. Las hormigas empezaron a revolotear despavoridas.
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La luz de aquél cuarto ya no se encendía más. ¿Para qué encenderla si el que la ocupaba está ciego y ya no puede leer?. Tampoco se masturba, Él considera que ya no tiene sentido (yo creo que nunca lo hubo, no se masturbaba por depresión). Las hormigas estaban desesperadas, necesitaban la luz. Y entonces, trataron de ayudarlo para que éste las ayudara. Pero ¿qué podían hacer? Abrían los libros y él seguía postrado lamentándose en su cuarto sin encender la luz. Quizás no era ese libro ¿abrimos otro?. No, tampoco. Mm ¿y si? ¿y si activamos el volcán de leche? Las hormigas una a una fueron poniéndose en lo que parecía ser el volcán y poco a poco éste fue creciendo. Él sintió aquellas pequeñas patas sobre su mejor amigo ¿qué era eso? ¡Lo disfrutaba! De repente el placer era tanto que empezó a gritar. Uno de los padres del muchacho escuchó los gritos de su ciego hijo y bajó a ver. Encendió la luz. ¿Qué es esto? ¡Soniaaaaaaaaaa, mirá tu hijoooo! ¡Sí, finalmente encendieron la luz!
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Todavía no entiendo porqué las hormigas simplemente no buscaron otra casa...
pude imaginar cada una de las escenas que describes con tanta imaginación no cabe duda que tu mente vuela como las hormigas voladoras y revolotean con una velocidad de 10 exp a la 1000000000000000000... que locuras tan buenas bro.
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